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Semana Cumbre (14.05.08)

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La puesta en escena de la Cumbre ALC-UE está sirviendo para ocultar deficiencias, limitaciones e incapacidades para articular en forma debida al país con el mundo. La trascendencia del acto, más allá de lo espectacular, será mínima. Hay algunos puntos que deben resaltarse. Por ejemplo, no es secreto que el sistema de cumbres está en crisis. En primer lugar, porque ha devenido en procesos protocolares –reuniones periódicas de los gobernantes– en donde se declaran buenas voluntades pero sin ningún mecanismo que garantice el cumplimiento de los planes de acción, porque los acuerdos no son y no pueden ser vinculantes. Asociado a esto, si bien en décadas pasadas se asumió que la globalización implicaría el cambio de roles de los estados nacionales, debilitándolos en función al mayor dinamismo que debía adquirir el sistema internacional y los ámbitos administrativos-políticos subnacionales, lo cierto es que las necesidades de las potencias mundiales vienen contrariando estas proyecciones. Luego de los ataques del 11 de setiembre del 2001, se impuso en el orden mundial una agenda cuyo eje central está en la seguridad. Desde entonces, el combate contra un indefinido “terrorismo” ha redistribuido roles y, en ese sentido, los estados nacionales se han visto renovados, en tanto son ellos los que deben llevar a cabo las acciones específicas para lograr los objetivos trazados. De esta manera, por ejemplo, una serie de aspiraciones, especialmente las referidas a las garantías debidas a los derechos humanos, han empezado a relativizarse y es poco o nada lo que puede hacer el sistema internacional para evitar este deterioro. Otro asunto son los marcos de actuación que puede imponer el sistema internacional a las actividades de las empresas transnacionales y el sistema financiero. Por lo visto hasta el momento, es poco lo que puede hacer para siquiera relativizar los efectos negativos sociales, económicos, ambientales y políticos que provocan. En ese sentido, la cumbre ALC-UE ha contemplado como temas eje la pobreza y el cambio climático. En efecto, estamos ante dos problemas que deben ser combatidos integralmente y que exigen el compromiso de todos los países. Sin embargo, pareciera que al señalarse los problemas todos los países comparten igual responsabilidad y no es así. Además, esta postura contradice evidencias que muestran las propias entidades que conforman el sistema internacional, como por ejemplo las evaluaciones sobre la democracia latinoamericana realizadas por el Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD), que muestran claramente cómo la incidencia de la pobreza afecta la sostenibilidad de la democracia en la región. Por supuesto, no es una asociación mecánica pero es evidente que el funcionamiento del sistema democrático, en cuya base radica la negociación de intereses ciudadanos en función al ejercicio de derechos, se hace sumamente complicado cuando una parte importante de la población no tiene posibilidad de ejercerlos y deben dedicar gran parte de su vida a establecer frágiles y precarias estrategias de sobrevivencia. Así, ¿en dónde radica la raíz de la persistencia de la pobreza y la ampliación de las brechas de desigualdad? La aplicación de los modelos de libre mercado, auspiciados y fomentados por los organismos multilaterales durante las últimas décadas, no han paliado estos problemas estructurales. Al contrario, los han agravado, al menos en el caso del Perú. Mientras tanto, un importante porcentaje de peruanos ven cada día cómo se aleja la oportunidad de incluirse en las dinámicas económicas, políticas y sociales. En las cuestiones ambientales, las cosas no son mejores. No necesita explicarse quiénes originan el problema y quiénes son los que reciben los mayores impactos negativos. Son los países del Norte, en general, los mayores emisores de carbono, mientras que los efectos negativos se presentan sobre todo en los países del Sur. Asimismo, la distribución de estos efectos entre la población también es inequitativa: son los pobres los que potencialmente reciben los mayores daños. En ese sentido, estamos ante dos deudas importantes generadas desde el Norte: la social y la ambiental. Sin embargo, es obvio que no serán estos los términos bajo los cuáles acordarán los gobernantes en la Cumbre de mayo. Supondrán que todos somos culpables, porque así se interpreta en el sistema internacional el principio de la responsabilidad compartida. Ante todo ello, se supuso durante los años noventa que una buena idea para imponerle fuerza y grado de cumplimiento a lo acordado en las cumbres, era involucrar a la sociedad civil como mecanismo de vigilancia. Alguna iniciativa se condujo por ese lado pero, con el transcurrir del tiempo, empezó a evidenciarse una “fatiga” cada vez mayor en las organizaciones sociales, explicada en parte por lo anodino del sistema y el poco esfuerzo puesto en la adquisición de capacidades para desenvolverse en estos ámbitos. De igual manera, se impulsaron espacios alternativos a las cumbres de los gobernantes, donde se suponía que la sociedad civil alzaba su voz, buscando nuevos rumbos frente a lo establecido. Aquí también se impuso, de alguna manera, el reino de la buena voluntad y muestra poca eficacia para conducir procesos que pudieran consolidar espacios para correlacionarse con el poder. En suma, los retos son múltiples y a todo nivel. desco Opina / 14 de mayo 2008


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14/05/2008

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