En la primera semana de agosto, luego de un mensaje presidencial que ya nadie recuerda y estando pendiente la ratificación congresal del primer ministro (designado el 16 de julio), que finalmente no se dio, y la aceptación de un siguiente premier una semana después (11 de agosto), sin que, obviamente, se haya cambiado la matriz gubernamental que había ofrecido su fugaz antecesor, presentábamos un escenario más que desolador.
Hacía casi cinco meses que se había declarado la emergencia sanitaria y los resultados que buscábamos no se habían obtenido: en salud, estamos entre los países con mayor cantidad de infectados y muertos per cápita en el mundo; además, tenemos la caída del Producto Bruto Interno (PBI) más importante en Latinoamérica; y el aumento proyectado de pobreza será muy fuerte, colocándonos solamente detrás de Argentina en el panorama regional.
Sin duda, uno de los problemas es la propagación de la enfermedad. Pero, otro de mayor magnitud es haber creído que la pandemia era el único problema, así como el buscar «resultados» en la medida en que imaginábamos estar en «guerra». Haber mirado de esa manera las cosas no permitió visibilizar adecuadamente algunos aspectos cruciales.
Si bien nunca hubo en el Perú tantos espacios institucionales abiertos al diálogo y a la concertación entre el gobierno, los partidos y las organizaciones de la sociedad civil como en los últimos 20 años, estos languidecieron rápidamente. Pronto, los espacios que debían ser la arena para la actuación de las organizaciones sociales fueron influenciados por las élites territoriales y los funcionarios de las ONG, lo que denotaba las diferencias que marcaban el desigual acceso a la información, la capacitación, las diferencias educativas y el prestigio existentes entre los diferentes grupos sociales que componen el país.
De esta manera, la crisis de la democracia peruana, casi 20 años después de haberse relanzado, está en relación directa con la crisis general del Estado y menos con los problemas de una sociedad que puede estar manifestando importantes grados de dispersión y heterogeneidad, pero que formula continuamente sus demandas sin encontrar los canales adecuados para obtener una solución.
Entonces, nuestro pésimo escenario de partida para gestionar la pandemia no se reduce a la situación extrema en que se halla nuestro sistema de salud y la alta informalidad prevaleciente. Sobre ellas, reside una irresoluta crisis política que imposibilita la formulación de cualquier acuerdo, que facilite la puesta en acción de las decisiones tomadas.
Lo que tenemos en el corto plazo es un reto enorme. Como muestra, el impacto económico de la crisis sanitaria es múltiple: un bloqueo interno que provoca una caída inmediata de la actividad económica; una desaceleración de la demanda global que afecta en particular las exportaciones, las remesas, el turismo y la inversión externa directa; un colapso en los precios de los productos básicos; y un periodo de alta volatilidad financiera.
En ese sentido, el presente volumen del Perú Hoy busca reflexionar sobre estos complicados escenarios, caracterizados por la violenta e inesperada irrupción de la pandemia, buscando relacionar los escenarios previos, la gestión de la crisis y las posibles rutas de adecuación y salida a la actual situación.
Lima, setiembre de 2020
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